Esta mañana, después del café, he leído el último libro de Marino Gonzalez Montero, Lo que piensan los hombres bajo el agua. He disfrutado, entre inevitables carcajadas, de todos y cada uno de los relatos. Y en algunos, no he podido rehuir un pensamiento: «¡Esto me ha pasado a mí!». Si existe algún «pero», tengo que decir que el libro me ha quitado las ganas de apuntarme a la piscina. Aunque me lo lleve prometiendo desde hace varias semanas. Y me ha hecho sentirme fatal por comprarme ayer una navaja de Don Benito que quedará sin uso en el cajón de mi cocina. También, con casi toda seguridad, no pueda entrar en un centro comercial en un tiempo. Esto no te lo perdonaré jamás, Marino. Jamás.
Para pasar el trago, al terminar los cuentos, con el regusto que deja un libro que se disfruta, me he dicho: «¡Qué bien escribe Marino!». Y me he ido a celebrarlo de bar en bar, arrancando cada una de sus hojas y dejando una página tras otra en las distintas barras. Una página por bar y barra, hasta un total de cuarenta y ocho bares. En la última taberna he caído en la cuenta que el libro estaba dedicado y que quizá alguien podía dar conmigo. Así es que he dejado una nota al camarero para que todas y cada una de las páginas se envíen, con sus correspondientes cercos de los vasos sobre las hojas, a La posada del Nuncio. Y que la editorial De la Luna haga eso que sabe hacer tan bien: ordenarlas, maquetarlas, enfundarlas en sus mejores galas y preparar la segunda edición: «No hay bar que por bien no venga». Brindo por ello.
Si esto ocurre, juro que jamás de los jamases impartiré clases. Ni pondré un pie en un aula como profesor. Quiero ser alumno de por vida. Y tampoco beberé DYC, porque siempre he sido de whisky, pero con dosificador.
Ahora, discúlpenme, pero es hora de reposar la resaca. A ver si encuentro algo que me quite de la cabeza esta canción: Jevi… soy un Jevi…
Adjunto la fotografía de lo que ha quedado del libro: la portada.
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