Vuelve a meter al genio en la lámpara —dijo el deseo.
Existe una losa que debemos evitar que nos aplaste: las expectativas. Sobre todo, aquellas que se esconden bajo las cuestiones ajenas sobre nuestro rumbo a seguir. La vida siempre se ve distinta desde el otro lado del espejo, pero cada uno deberíamos ser dueños de nuestros actos y lo que nos acontece, aunque, después, se pongan en entredicho. Por ejemplo —y me aventuro en esta suposición—, en el caso de quien escribe, sin indagar en sus motivos, seguramente, en algún momento de su vida, habrá tenido que hacer frente a la pregunta sobre cuándo va a publicar un libro. Una cuestión que, en realidad, a nadie que no sea el propio escritor atañe. Solo él tiene derecho a determinar cuándo y por qué es la hora de sacar del baúl sus escritos. ¿O no?
Considero importante que nuestras decisiones dependan única y exclusivamente de nosotros, porque, si realmente hay algo que nos destruye, eso es, sin lugar a duda, buscar la respuesta al porqué de lo sucedido. Si ya es complejo lidiar con nuestras propias exigencias, cuando hacemos algo, cualquier cosa, al ejecutarlo sin que salga de lo más profundo de nuestro ser, alentados por algo o alguien que no somos nosotros mismos, es realmente cuando podemos caer en el arrepentimiento; como yo tropiezo ahora en los condicionales.
Desde el prisma de mi personaje, para encontrar alguna explicación, imagino que esta historia, en la cabeza del escritor, al menos su idea, estuvo continuamente en marcha. Que caminó junto a él como un buitre en busca de carroña, pero desconozco si se fraguó al antojo de algo o de alguien. Que se escribió a solas, cuando acecharon las bestias, cuando aún se podía oler la sangre o se tornó en obligación hurgar en la herida. Realmente es una conclusión demasiado atrevida. La única certeza que tengo es que estoy muerto. Fui asesinado a manos de mi creador y he determinado que actuó como un sicario, sin saber los motivos y la identidad de quien ordenó apretar el gatillo. Supongo que me alivia la idea de la premeditación, de la existencia de un motivo ajeno, porque necesito encontrar una respuesta para asumir que no solo fui para ser aniquilado. No quiero culpar al que empuñaba el arma, y mucho menos a mí.
Buscando un sentido a este acto, tan atroz que terminó con mi realidad, me pregunto —porque estas cuestiones me interesan—, de entre todas las historias que habitan en su interior, ¿cuántas vieron la luz? Me gustaría pensar que la mayoría se perdieron en el hueco de alguna estantería, quedaron relegadas al olvido o sin publicar. Esos textos tenían como fin el abandono. Pero yo no quiero pertenecer al olvido, aunque tampoco haya elegido mi propio final.
No sabría determinar con certeza el día exacto en el que se fraguó mi muerte. Podría aventurarme a pensar que fue una mañana de otoño o quizá ya hubiera llegado el invierno. Alguno de esos días que son dinamita y el amanecer te explota en la cara sin previo aviso. Una de esas las mañanas en las que, cuando realmente despiertas, algo en ti ha cambiado y has tomado una decisión que, en este caso, cambiará el rumbo de tu vida a través de la mía.
En mi mente veo a mi asesino observando los posos del café, seguramente intentando averiguar lo que le deparará el futuro sin obtener ninguna respuesta. Aparece estancado en el pensamiento de que los últimos tres años se habían sucedido como una trilogía de desvenes y desvaríos que le cuesta digerir, aunque más bien se le atragantan. Tiende a desear aquello que le evita y, por el contrario, aborrece lo sencillo, quizás por su simplicidad. Su presente es una maleta cargada de pasado y el futuro es una parada obligatoria en su viaje. No comulga con la indiferencia, porque no es lo que le llevará hasta ese punto de no retorno. El caos le inunda y solo tiene tres alternativas: huir, convivir con él o destruirlo. Soy consciente de que en esa imagen distorsionada e idealizada del que cavó mi tumba hay un estado de supervivencia.
Dentro de mi cabeza, alrededor del homicida, se siente la melodía silenciosa del sol entrando por su ventana. Puedo ver que aparece una sonrisa cuando da inicio la música en la radio y, en ese instante, sabe a la perfección cómo ejecutará el crimen. Ha descartado repetirse en su costumbre de leer alguno de los libros que se amontonan en su mesilla, porque ya no es amigo de las rutinas y su único fin es cobijarse entre los papeles que aún no dio por perdidos. Revisa sus notas y mira con perspectiva lo que algún día escribió en ellas. Se dice que las palabras, como el café, también deben dejarse reposar.
Básicamente —sin ser nada más que la verdad que quiero creer—, esa es mi certeza de que el plan se urgió hace tiempo, que se fue construyendo poco a poco, cocinado a fuego lento.
Alguna vez pensé que había aprendido que no podemos controlar la mayoría de las cosas relevantes que pasan en nuestra vida, pero veo que no. Con el error sucede de una forma parecida a cuando tenemos hambre y no hay nada que llevarnos a la boca. En esta ocasión, como en otras tantas ocasiones, yo estaba equivocado. Lo sé porque me inunda un vacío interior que llega a doler y nada me alivia. Hay un día que se repite en mi cabeza y solo me muestra un cazador que se encontraba hambriento y ha encontrado la forma de calmar su sed. Aparece una y otra vez corrigiendo el plan, dudando de lo escrito, clasificando, ordenando la idea, espulgando aquello que no aporta nada y desconfiando de cada una de sus propias palabras. ¿Para qué? Para poder marcar de forma meditada el día de mi muerte en una fecha del calendario.
Intento no preguntarme el por qué, pero es inevitable. Quiero despertar de este sueño, seguir dormido, dejar de luchar contra la pesadilla. Porque un hecho o una persona pueden pertenecer a un sueño placentero y, después de algo, siempre algo horrendo, ese mismo sueño se convierte en pesadilla. Reinventarse es un lujo que pocos se pueden permitir, pero no aplica a los sueños.
En mi vida he apostado todo, asumido que hay jugadas a las que no todos pueden atreverse. Nunca he tenido miedo a embarcarme en ningún camino, he crecido a través de la dicotomía de las luces y las sombras, he disfrutado del amor, del deseo, del entorno y de la vida. He sabido cuando enterrar las hachas y, también, cuando hundir el puñal en la herida. ¿Y ahora? Ahora intento hacer una visión introspectiva de lo sucedido, mirando a los ojos al animal que llevamos dentro, intentando domarlo, sentir su mordedura y, finalmente, asumir mi sacrificio. Porque si estas líneas cesan, si no le siguen unos puntos suspensivos; pereceré. Este texto morirá y yo lo haré con él. Soy un personaje, una historia, algo de alguien que pudo ser y no fue, una expectativa, solo palabras. Soy un comienzo y su final. Soy la traición, la mentira, el desamor, la ira y la rabia. Soy la guerra, la frustración y el miedo. Soy el que culpa al mensajero, el que, a estas alturas, afirma que no mata el que lanza la piedra, sino la propia piedra. Y sí, evito culpar al que aprieta el gatillo y soy la víctima. Por eso no voy a presentar batalla.
Al despertar, yo ya no estaba allí; yacía muerto a los pies de la cama. Y el arma homicida está entre tus manos.
Ilustración: Julia Sánchez Delgado (12 años).
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