Me despierto con la idea de volar, porque, aunque no seamos conscientes, cada día amanecemos buscando unas alas. Puede ser un café o un beso, pero querer ambos parece pretencioso. Después, abro la ventana y percibo cómo el viento me mece en un nuevo día. Es una brisa distinta a la que sientes cuando te desprendes del calor de las sábanas; aireas el ayer, los sueños y hasta las temidas pesadillas. Por eso es imprescindible tener una ventana a la calle, como dijo Kafka.
Cuando la cafeína corre por mis venas, pienso en que otro año termina y hago balance. Mitad y mitad, me digo. Como el café. Hay un regusto especial en el último sorbo, todo final lo tiene. Es canela. Me enciendo un cigarro y pongo música. Suena la canción «Destrozares», de Robe. Su letra me recuerda que para volar se necesita tiempo. Despertar requiere de su debida parsimonia, así es que volar no puede ser inmediato.
Hace demasiado viento y cierro la ventana. Recojo la taza de café, apago el cigarro y me dirijo a la ducha. El agua caliente me atrapa un poco más de la cuenta y yo no tengo ninguna prisa. Me visto, salgo a la calle y ha empezado a llover. Huele a tierra mojada. Camino hacia cualquier parte y caigo en la cuenta de que los días de otoño me recuerdan a una pista de despegue. La luz es tenue y el cielo está gris, pero las hojas de los árboles, con sus tonos ocre, repartidas a ambos lados de la calle, marcan el rumbo a seguir.
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