Armando tenía escritos más de mil textos que jamás publicó, solo su esposa había tenido acceso a ellos.
Le gustaba, en sus ratos libres, plasmar sus ideas, pensamientos y ocurrencias por mero gusto. Para él, escribir; como leer, escuchar música o disfrutar de la compañía de sus seres queridos, eran su escapatoria a la rutina.
Cierto día, como un hachazo por sorpresa, se clavó en su cabeza la necesidad de escribir un libro. La idea que, más allá de nacer por engordar su ego o buscar reconocimiento, pretendía un único pero complicado objetivo: hacer a alguien disfrutar con su lectura, aunque solo fuera a una persona. No le bastaba más.
Se imaginó al lector disfrutando entre las hojas de su libro nuevo, degustando el olor de la primavera al abrirlo. Se imaginó que el calor de sus palabras lo acompañaba frente al mar en verano. Se imaginó que las hojas de su libro deshojarían los pensamientos de un extraño al caminar en otoño.
Pero sus expectativas, que hay que saber diferenciar de los sueños, se tornaron en tormenta. Aquel pensamiento le llevo un lapso tan corto como la vida de una mariposa, justo antes de recibir un hachazo de su esposa, cayendo muerto sobre el espejismo de su libro.
Ella, tras cerciorarse de la muerte de su marido, comprobó también que, al pasar la pagina del libro, solo había nieve teñida de sangre.
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