Me encuentro a menos de dos kilómetros de distancia del blanco. Observo su figura encuadrada en el centro de la mira telescópica. El objetivo camina por la calle, sin ninguna sospecha que le haga intuir que mi rifle PGM 338 está apuntándole directamente a la cabeza. Al otro lado del cristal solo existe otro nombre en una lista que nunca se me ocurriría cuestionar. Este no es un trabajo apto para personas con sentimientos. Contengo la respiración y aprieto el gatillo. El disparo tapona mi oído derecho y me resulta difícil escuchar su inconfundible sonido, alejándose a gran velocidad. Un casquillo rebota en el suelo, del mismo modo que una moneda cuando cae del bolsillo. ¿Cara o cruz?
Los latidos de mi corazón me resultan imperceptibles. No sé si este órgano se ha detenido o realmente no se encuentra dentro de la caja torácica. Espero en la posición de disparo durante los cinco segundos que transcurren hasta que la bala impacta en el sujeto. Veo cómo la silueta se desploma y una mancha roja salpica la pared. El proyectil ha atravesado su cerebro sin tiempo para causar ningún dolor. El objetivo está muerto antes de tocar el suelo. Las bolsas de la compra que sostiene se desparraman por el pavimento. Mi víctima parece un muñeco desarticulado, tendido sobre el acerado. No siento nada. A esta distancia no se oyen los gritos de la gente. No distingo con claridad su cuerpo inerte, ni el enorme agujero provocado por el disparo de un calibre 8,6 mm impactando en su cráneo. Evito mirar los sesos esparcidos en la calle o adivinar sus ojos en blanco mirando el infinito. Al final, para un francotirador su trabajo es como una película que transcurre a través de la mirilla. Algo tan insignificante como la imagen de una sandía que dejas caer de la mesa, ignorando que un hambriento deberá recoger sus pedazos.
Dejo de empuñar el rifle, pliego la culata y guardo el arma en la bolsa. Me siento en el suelo, apoyado en la pared, de espaldas a la escena. Me quito los guantes de cuero y saco un paquete de tabaco del bolsillo de la camisa. Enciendo un cigarro, consciente de que nadie sospechará de mí. Nadie podrá acusarme de que acabo de matar al amor de mi vida.
Cuando termine de fumar, me desharé del arma, hundiéndola en el fondo del río. Quemaré la ropa y esperaré la llamada de la policía, comunicándome que mi otra mitad ha sido asesinada, mientras salía del supermercado. Entonces, mi corazón regresará al interior del cuerpo, y lloraré. Lloraré mi muerte.
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