Estaban juntos, pero a distancia.
Él a la derecha del sofá, nervioso, dubitativo. Ella a su izquierda, en el mismo sitio donde tantas veces se amaron, donde se escondieron del mundo, donde se enredaron sus cuerpos, soñaron, charlaron y discutieron para volver a la paz.
Él no dejaba de morder sus uñas, sus pellejos, con mil dudas en su cabeza, meditando palabras que si salían de su boca le condenarían a la soledad.
Ella, se encontraba ausente, bajo su manta, con la mirada fija en un libro y el gesto serio.
Él siguió mordisqueándose los dedos. Hacía tiempo que sangraba. Comenzó a engullir los pulgares, después su mano y le siguió su propio brazo. Aferrado como un perro rabioso al último hilo de piel, con su boca ensangrentada, tiró con fuerza y vio cómo su corazón, que seguía latiendo, cayó en medio de la pareja, en el espacio que les separaba: El hueco de la ausencia de ambos.
Ella, lejos de asustarse, se mantuvo pasiva. Recogió el corazón aún caliente y latiendo. Lo observó detenidamente y, en un instante, lo devoró.
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